El mes pasado tuvimos otro cumple de 15. Esta vez no hubo tacos altos ni gran producción personal ya que para la ocasión, el festejo se llevó a cabo en un pelotero. Sí, ese lugar lleno de pelotitas donde los niños pequeños se entretienen durante horas y se contagian de piojos.
Creo que es el sueño de todos los adultos de mi generación que hemos llevado durante tanto tiempo a nuestros propios hijos pero siempre se nos negó la posibilidad de experimentar qué se siente al meterse en ese misterioso espacio.
Esta fiesta salió de lo común. En primer lugar, me encantó la idea de ir vestida de jean y zapatillas. Luego, y con la informalidad a la vista, los adultos nos mezclamos con los chicos bailando y cumpliendo estrictamente con los juegos propuestos. Nada de manjares exóticos. Pizza para todo el mundo y basta. Luego, mesa dulce con una variedad de tortas que nos dejó con la boca abierta y por último y lo mejor de todo: la rutina duró sólo 4 horas. Suficiente para culminar con el carnaval carioca. Ni muy largo ni demasiado corto. El tiempo justo como para disfrutar y hasta quedarnos con ganas de permanecer un ratito más.
Pero la frutilla del postre estuvo en el laberinto... Allí, donde, según mi marido e hijo, yo no iba a poder poner un pie, completé mi recorrido tirándome al final en la pileta repleta de pelotitas. Fue una sensación extraordinaria que ningunó de mis críticos experimentó porque no se animaron a entrar. Y se lo perdieron.